31 de agosto de 2011

La alcaldesa y el sexo apolítico


Dicen que es noticia. ¿Curiosa, bullanguera, relevante, importante, estúpida? Fue, como ocurre en los cuentos de princesas y hadas, sobre una torre de palacio, el Real Olite, en Navarra. El hecho ocurrió hace tres, tal vez cuatro años. Ahora, sin embargo, se ha descubierto que la mujer subyacente que apoyaba gemidora sus brazos en el pretil de la torre más alta del castillo navarro, mientras un hombre de pelo cano y gafas de sol estiraba sus brazos, la agarraba por las caderas y movía desacompasada y senilmente su cintura, era la alcaldesa de la localidad belga de Aalst, miembro –que no miembra ni erecto- del Partido Popular Europeo.
Si analizamos la noticia desde el ángulo del cámara que grabó íntegramente la escena, concluiríamos que es una noticia curiosa. Sí. ¿Qué hace una persona rodando escenas al paisaje hosco, árido y estéril –estéril…- de las afueras de Olite? Es cierto que es un palacio muy hermoso, pero, ¿por qué quien quiera que fuera se detuvo al divisar a dos personas manteniendo sexo públicamente, lanzó el zoom enorme y aguardó a la culminación de dicho coito? Es, como poco, curioso.
Sin embargo, si analizamos la noticia desde el punto de vista social, estaríamos ante un canto a la bullanga, al escándalo libre, a la concupiscencia energúmena de las hambres modernas. Al más puro mira qué tengo, mira qué conseguí, disfrutemos de lo prohibido. Que pueda interesar un hombre que penetra por detrás a su mujer, que, al terminar, se lleva la mano a los labios y las huele; que puedan interesar las facciones displicentes y sexuales de una señora que, por amor o llamarada, le apetece un polvo rápido y público y, haciendo turismo, en Navarra o en la Mezquita de Córdoba, se baja la falda e inclina su cuerpo; que alguien piense que esto puede realmente interesar, es porque el sujeto es bullanguero.
Ahora –y he aquí el corazón-, si analizamos la noticia desde el punto de vista político, dictaminaríamos que la noticia es relevante e importante. No por la valentía y -¿por qué no?- el derecho que la mujer ha ejercido al corroborar que aquella era ella, que aquel, su marido, y que el hecho que les cazaran practicando sexo no tiene relevancia política. No. Pero sí por la inmensa metáfora que  establece el conjunto de lo que hasta ahora he analizado. Porque esto es la política: un circo del hambre, una eterna ignorancia, un atroz oportunismo, una mirada sucia y violadora al  derecho de poseer ideas, un desaforado  mira qué tengo, mira qué te falta, un señor que, oculto tras unas gafas negras, sodomiza a quien tiene agarrado por atrás, sometiendo a quien, en principio, ama y representa. La política es una imagen robada. Porque el político es un vividor. Faltan sabios allá arriba: en la cúpula o a lo alto de la torre. Que allí follen, que sean hedonistas, que sean platónicos, pero que piensen, hablen, y sepan hacer las cosas. O que no sean ni políticos; que sean escritores, poetas, químicos, biólogos, matemáticos metafísicos…que organicen –ya que la soberanía es ignorante- los asuntos públicos, que privaticen la torpeza, que la encierren en el parlamento de las voces mudas y mezquinas. Y que no sea esta de hoy la política que rige: la del voyeur, la del mirón, la del sastre, la del que pregunta si el sexo y la política están relacionados. Qué malo debe de ser en la cama un político.
Por último: si la noticia la estudiamos desde un punto de vista periodístico, salta a la vista que todo lo que he dicho no es mentira. Yo no soy ningún político. Eso sería una estupidez.

29 de agosto de 2011

Cabalgó desnuda y la flecha alcanzó la manzana


El paso del mito al logos no se llevó por delante la totalidad del mito. El mito se convirtió en leyenda. Leyenda significa acción de leer o suceso que tiene más de tradicional o maravilloso que de histórico y real. Estas dos leyendas son maravillosas, lógicas y míticas. Ambas parecen alegorías, bellas metáforas, hermosas historias; son libros que albergan la magia de lo desconocido, de párrafos perdidos, de inquietudes viscerales, de desnudez, de valentía, de noche y de muerte. Son verdad  y son mentira. Jamás ocurrieron y jamás dejarán de ocurrir.
Guillermo Tell era suizo y pertenecía al pueblo cantón de Uri, entre el XIII y el XIV. Durante esos años, la Casa de Austria -la archiconocida dinastía Habsburgo- trataba de unificar las tierras suizas poseyendo por un lado el agua del Rin y, por el otro, las montañas alpinas de Tirol. Cierto día, Guillermo paseaba junto a su hijo por la plaza mayor de Altdorf. Jamás había mostrado inclinación política, pero aquella mañana, rebelde, blanca e independiente, desestimó la obligación que tenían los ciudadanos de inclinarse ante un sombrero sitiado en medio de la plaza como símbolo de la Casa Habsburgo. Ante tal desobediencia, el sanguinario y ultrajante gobernador de Altdorf, H. Gessler, detuvo a Guillermo y a su hijo. A sus oídos hubo llegado la innominable destreza que Guillermo tenía con la ballesta y, desafiándolo, lo obligó a disparar a una manzana que, a ochenta pasos de distancia, se alzaría sobre la cabeza de su hijo. Guillermo, asustado y dolido, suplicó al gobernador un cambio de sentencia, pero éste fue impertérrito: dispara, si aciertas restarás libre de cargos; sin embargo, si yerras, caerá sobre ti la pena de muerte. Así Guillermo armó dos flechas a su ballesta y, sin parpadear, disparó, hundiéndola en la manzana roja, sin siquiera rozar a su hijo. El gobernador, sorprendido por la destreza del ballestero, le preguntó que para qué quería esa segunda flecha. Guillermo Tell respondió que esa flecha la hubiera hundido en su pecho, gobernador, en caso de no dar a la manzana. Gessler montó en cólera y arrestó de nuevo a Guillermo, imponiéndole el severo castigo de aislarlo en el castillo de Küssnacht. Durante el traslado  por el lago de los Cuatro Cantones, una sorpresiva tempestad arreció las aguas, con la lluvia, con los rayos. Los guardianes de Guillermo lo desencadenaron, de modo que éste pudo llevar el barco a la orilla, salvando a toda la tripulación y al propio gobernador, que se hallaba entre los pasajeros. Huyó cual trueno para, poco después, tender una trampa a Gessler y hundirle su segunda flecha en el corazón.
Por otro lado, Lady Godiva. Fue una dama terriblemente bella, famosa por su cándido y benevolente corazón. Estaba casada con un hombre de tierras –el Conde de Chester, el señor de Coventry, Lord de Mercia-, ambicioso y tenebroso para su vasallos, a quienes esquilmaba las tierras y subía los impuestos. Godiva, con su larga y pelirroja cabellera, trató de apaciguar a su marido. Ella se compadecía de los desgraciados vasallos y le suplicó que se comportara con dignidad ante ellos. El hombre aceptó: bajaría los impuestos, daría más libertades, pero solo a cambio de una cosa: ella, Godiva, su mujer, debía pasear desnuda por las calles de la ciudad sobre su caballo blanco. La dama, vaporosa, de pechos puntiagudos, blancos y carmines, escarlatas y corintos, de piernas largas y cadenas desencadenadas, aceptó. No sin antes acordar con los ciudadanos que ellos permanecerían encerrados en sus casas, con las persianas bajas, con las puertas cerradas a cal y canto. Así se hizo. Godiva paseó desnuda por las calles sobre el lomo de su caballo blanco. Su marido, emocionado por la valentía de su mujer, bajó los impuestos.
De las dos leyendas podríamos extraer tres palabras: valentía, terquedad y desnudez. Tell fue valiente al disparar sobre la cabeza de su  hijo; Godiva fue valiente al aceptar el reto de su perverso. Tell fue terco al explicar al gobernador el destino de su segunda flecha; Godiva fue terca al corresponder a tamaña perturbación. Godiva fue bella, pálida y desnuda al cabalgar sobre un caballo blanco; y Tell desnudó a la monarquía, hendiendo una flecha en el mismo corazón del palacio, para iniciar el camino de su pueblo a la independencia.
Él era ágil. Ella era hermosa. Él guió a su pueblo. Ella salvó a su pueblo. Él salvó a su hijo. Ella poseía unos pechos, unos senos y unas tetas tan afiladas como cuchillas y las hundió en el pecho del terrateniente, del pecado, de la manzana.
Ambos fueron valientes y gentiles. Y, por eso mismo, se trata de leyendas. Porque si fueran verdad, los míseros acontecimientos que hoy se leen en los periódicos serían elegía.
Por fortuna, todavía restan damas como tú. Mi Godiva, mi pelirroja, mi tus senos afilados. My lady. 

28 de agosto de 2011

Teorema de la muerte occidental

En la película Despertares, rodada en 1990, y con una interpretación enorme del más que saldado Robert De Niro, aparece un argumento digno de ser razonado. El protagonista es un introvertido y tímido y sociópata doctor protagonizado por las eternas pupilas de Robin Williams –actor terriblemente entrañable. El doctor Malcom Sayer –ese es su nombre- es un neurólogo que, sin poseer destacable experiencia clínica, lo suyo eran los laboratorios y las investigaciones, se presenta como candidato a un hospital neoyorquino para tratar a los pacientes de encefalitis. Esta enfermedad priva a los pacientes de sus facultades motoras, dejándolos en un estado vegetativo. El doctor Sayer decide hacer uso de una droga que surte efecto en otras enfermedades semejantes (Parkinson) y alberga fieras esperanzas en que, como mínimo, ayude a despertar del largo letargo de sus pacientes. El resultado va mucho más allá: no solo los anima, sino que los reanima; en cuestión de días, los enfermos, se encuentran en un estado catártico: de la catatonia al placer, de la nada al cielo, de la enfermedad al amor. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la dosis de la droga empieza a ser insuficiente? Williams decide aplicar mayores dosis. Ha trabado amistad con su primer paciente –De Niro-, era un niño cuando cayó en el letárgico sueño; ahora, 30 años después, ha recobrado el conocimiento y la vida se le echa encima con ojos abiertos y brazos blancos, con sonrisas infantiles y nuevos perfumes de ciudad; quiere, desea, anhela, llora por vivir, por no caer de nuevo en el pozo de péndulo sin fin. El exceso de la droga, desde luego, no surte efecto, y los pacientes, uno a uno, van cayendo de nuevo en su negra catatonia.
¿Es, pues, lícito un acción semejante? Eso se pregunta el bueno de Robin Williams, integrado en su papel –no se olvide- de doctor Sayer. ¿Es correcto llevar a cabo una operación semejante? Se debería preguntar todo el mundo que vea el filme. Nos encontramos internos en un Occidente que todavía duda sobre la legalidad y moralidad de la eutanasia: acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él. ¿Estuvo bien legalizar el matrimonio homosexual; la abolición de la esclavitud negra? ¿Está bien tratar de integrar a la mujer, o condenar el holocausto judío?
El cristalógrafo Thomas Steiz, galardonado en 2009 con el Premio Nobel de Química, saltó hace apenas unos días: “muchas farmacéuticas cierran sus investigaciones porque curan a la gente”. Steiz ha descubierto cómo debería ser el funcionamiento de un antibiótico para combatir cepas tuberculosas que todavía se cobran miles de vidas en África. “Nos resulta muy difícil encontrar una farmacéutica que quiera trabajar con nosotros, porque para estas empresas vender antibióticos en países como Sudáfrica no genera apenas dinero y prefieren invertir en medicamentos para toda la vida”, lamentó Steiz. Ya se ve: las farmacéuticas son de carácter vitalicio. Les gusta, les encanta, les pirra lo largo y eterno, como a los grandes productores del porno.
Es un gran enigma. Mucha gente duda de la veracidad de la ciencia moderna, de la medicina, de las farmacéuticas, de los virus artificiales, de los males que pudieron haberse generado de la mano de la mano que luego invierte para curar indefinidamente.
En cierto modo hay una gran semejanza entre las farmacéuticas y Robin Williams en el papel del doctor Sayer. Ambos invierten –uno tiempo, otras dinero- para combatir la enfermedad. Uno se pregunta si fue correcto dar la vida mensual a los pacientes enfermos de encefalitis. Las otras, las níveas y queridas farmacéuticas, se preguntan si la investigación que subvencionan se convertirá en un medicamento de veras interesante: uno que cure pero que también mate, un medicamento que genere pasiones y adicciones, un medicamento que se pague y que, a su vez, no sea barato, que les proporcione beneficios. Que cure, que mate, que cure, que mate. Para eso nacen y mueren, nacen y mueren, nacen y mueren tantísimas personas. Aquí y en África. Mientras tanto, su amiga de mano unida, la política, se debate entre la aprobación y la inmoralidad de la eutanasia, para complicar todavía más las cosas, para que el experimento sea más perverso, para que la mujer entubada esté como muerta, pero gaste en farmacias. El pasado teorema era cateto al cuadrado más cateto al cuadrado igual a hipotenusa. Hoy, en ciencia, la ecuación es: cateto al cuadrado más cateto a cuadrado igual a insensatez, a negocio,  a muerte. Igual a occidental.

27 de agosto de 2011

Retrato de un desertor freudiano


Él es psicólogo, aunque nunca será psicólogo. De hecho todavía no es psicólogo, pero en cualquier caso nunca lo será. Recuerdo que tenía buen gusto para los sueños; soñaba bien y trataba de descifrar los sucesos e imágenes que le arrollaban cual hilo, papel o alambre, en el negroide subconsciente. A veces se los contaban. Su voz, entonces, se tornaba leda y su rostro, sin nostalgia, sin misterio ni misticismo, incluso sin vello ni bigote, empezaba a argüir en las palabras que, poco a poco y sin torpeza, describían un color, un mar, un fuego. Era gracioso verlo porque, aunque nadie lo supiera, acostumbraba a inventarse todas las interpretaciones. Era un gañán, un canalla, un truhán de las modernas mezquindades. Pelo largo, bruno, ojos de rasgos orientales, de mediana altura, fue ante todo un buen hombre.
Le dije:
    -Para ser psicólogo, hoy que apenas existen, se debe ser un poco genio.
    -Sí –respondió él-. Psicólogos sobran, lo que faltan son genios. Por eso apenas existen psicólogos.
¡Pero, bueno! A ti que antes te gustaba Freud, que creías en el psicoanálisis –no en el psicoanálisis- sino en la literatura para convertir a un hombre de letras, a un misántropo en genio para luego alcanzar la psicología; tú que gustabas de Dostoievski y Faulkner, ahora vas y te pasas al lado de la ciencia: a la cientificación de la prosa, al humanismo secular, al cognitivismo, al conductismo moderno, a la ingeniería del comportamiento, ¡a Wilhem Wundt! Solo te digo una cosa: cuidado no te conviertas en una Rosalie Rayner.
Lo cierto es que, aunque jamás sea un psicólogo, tiene una agilidad terrible para desenvolverse en la observación de la mente. Hay una escena en Deconstructing Harry en que un secundario le dice a Allen: “tú haces arte en tus libros, yo, en cambio, sin hacer arte, sin escribir, sin pintar, sin componer canciones, hago arte con mi vida. Es algo inexplicable e indemostrable, pero es así, y tú lo sabes.” Asimismo, el crítico literario no escribe libros, sino que los critica; el crítico musical no compone sinfonías, sino que las desmonta y analiza y, luego, las critica. Algo semejante debería ser el psicólogo: no un crítico –que los hay-, no un creador de problemas mentales –que lo son la mayoría-, sino un actor que se introduce en la mente, analiza los problemas para luego interpretarlos y, finalmente, trata de dar una respuesta. Que no medicamentos.
Me dijo:
    -El simio es el mejor paradigma. Dudo de su instinto. Dudo mucho que estén sujetos a la causalidad. Pero me gustan mucho los simios. Muchísimo.
    -¿Estás seguro?
    -Sí.
    -¿De veras?
    -Es posible.
¡Vamos, Alejandro! Cómo no van a ser causales los simios. Te dije que te excedías con la música independiente. ¿Qué te dije  yo? ¿Eh, qué? Mozart, Alejandro, debes escuchar a Mozart, a Schumann, a Liszt, a Bach y a Chopin, ¿recuerdas que te lo dije? Da igual que no estés preparado para ello; debes abandonar el exceso independiente. ¿Pero cómo no van a ser causales los simios?  Tú mismo lo dijiste: “este es Dizzy, estoy casi seguro. Sí. Dudo mucho que sea Berry. Es Gillespie.” Y luego, encima, dices que tienes facultades para reconocer las mentes superdotadas. ¿Que son: poderes? ¿Eres ahora un gurú? Menudo truhán, menudo canalla, menudo gañán estás hecho, Alejandro. Sin embargo te gusta Faulkner, y te gusta el Dostoievski. Tú mismo lo dijiste: “este es Dizzy Gillespie y esta iglesia no es una iglesia, sino una catedral”.
De repente te quedaste como muerto. ¿Qué hiciste? ¿Por qué así, sin más, con qué permiso vas y te mueres? Tus ojos no eran profundos, tu voz ya no fue leda porque enmudeciste. Hay pocos genios, ¿verdad, Alejandro? Debe de ser tedioso: el mar sombrío, la luna coruscante saliendo del vientre del primer anochecer, una caña con hilo y anzuelo, el poder de localizar los puntos fuertes de la pesca, los bancos, las manadas y… ¡eureka!, no existe vida bajo el mar. A ti jamás te gustó la pesca, ¿verdad? Por eso no eres y nunca serás psicólogo. Eres parte de la parte del genio. En Bach, Alejandro, en Bach y Freud se halla la respuesta.

Sinceramente, Marc V.

24 de agosto de 2011

Esta mañana soñé que me moría (Borges)

Ayer, mientras escribía el artículo sobre la nueva ópera experimental interpretada bajo las aguas de la piscina berlinesa, me asoló la sensación de un olvido grave y desertor. ¿Qué podía ser? ¿Qué noticia podía dejar en segundo plano, relevar, suplir, reemplazar, sustituir la oportuna y diestra necesidad de afirmar que la música se está muriendo? Pues un nacimiento. Un nacimiento producido hace ciento doce años, el del poeta y escritor y ensayista bonaerense, Jorge Luís Borges. El eterno candidato al Premio Nobel, quien desveló que incluso en la literatura las ideas sí cuentan, que sí tienen poder, que sí perjudican; el escritor de innumerables cuentos, de la Historia universal de la infamia, de las terribles Ficciones, de El Aleph; del compositor y director de orquestra de los poemarios de la Luna de enfrente, de los versos Fervor de Buenos Aires; del ensayista de Inquisiciones; del genio, en general, del movimiento de las modernas maravillas. Borges fue sin duda un personaje enemistado, contradicho, un actor que dijo “descreo de la política (…), descreo del Estado, yo creo en el individuo. La idea máxima de un individuo y de un mínimo estado es lo que yo desearía.” Un arquitecto de la prosa breve, opositor de Alemania, que adoraba a Wilde, y a Poe, y a Quevedo –aunque luego antepusiera a Cervantes-, a Kafka, a Joyce, a Schwob. Y a Homero y a Dante.
Un moderno argentino con la pluma de clásico griego. Borges que escribía para él, sin considerar al lector, tratando de argüir y presentar las palabras de la conversación íntima, cuyos relatos, en la imprenta y según él mismo, le abandonaban y ya no le pertenecían.
Afirmaba que el barroquismo literario es un grave error, un pecado de vanidad, un rasgo sobrante de soberbia literaria. Él prefería azulado, y no azuloso ni azulino ni azulenco. Borges creía en la dirección de la dirección. En la metafísica de las palabras, en la agilidad  individual para entender al mundo sin desear ser entendido. Es, por esto, muy extraña la inmensa urbe de intelectualidad castellana que fundó su propio personaje.
He preguntado a muchos argentinos: ¿Borges o Cortázar? Y la mayoría me han respondido: Cortázar. No es, por tanto, cuestionable la atroz infidelidad que los argentinos sienten hacia Borges. Julio Cortázar (aunque tradujo magistralmente a Poe) era un hombre puramente argentino. Borges, sin embargo, hijo de profesor  de inglés, tradujo por primera vez a Óscar Wilde con tan solo once años de edad. Era amante de la mitología escandinava, adoraba lo externo. Viajaba. A veces era ateo, otras, agnóstico, pero siempre rezaba un avemaría antes de dormir. Y tenía medio pie en Europa y otro en lo infinito.
Ciego a los cincuenta y cinco años, su mundo se desarrolló en el estamento de lo onírico. Tenía obsesión por la vida, por la muerte, por el infinito y por lo indeterminado. Dijo: “yo he cometido la indiscreción de seguir viviendo”. Dio ponencias, habló de la memoria eterna; visitó las pirámides de Egipto cuando su ceguera era ya absoluto, veía noche oscura pero olía el desierto y las manos de la historia. Fue un intelectual, y por ello gusta poco a muchos y mucho a pocos. Hablaba de la claridad del lenguaje, pero su mundo era hosco, bruno y mágico.
Fue un lúcido, un funambulista de la funambulesca erudición. Se interesó eternamente por los libros, leyó, como dijo, hasta quedarse ciego.
“Usted nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, ¿no es así, Maestro?”, le pregunta Soler Serrano en la entrevista que el escritor concedió en mil novecientos setenta y cuatro. “Sí, aunque no lo sé; eso fue lo que me dijeron. Tal vez no ocurrió nunca”.
Tal vez, efectivamente, eso no ocurrió nunca, y Borges no ha nacido, y Borges no ha muerto. “Esta mañana soñé que me moría”, explica en una entrevista posterior al mismo Soler Serrano. Quién sabe: tal vez sí nació, pero nos ha hecho creer que en aquella mañana de junio su muerte no fue real ni un sueño, sino un relato breve que rompe espacios y tiempos.

Ópera bajo el agua

Estamos en Berlín, en la Gran Piscina cubierta de la capital, estilo modernista. Seis enormes columnas de mármol, a cada uno de los flancos, una cúpula interna en el sur, y un improvisado escenario en el norte, envuelven la piscina pública de medidas reglamentarias. Allí nada Claudia Herre, mezzosoprano. Dice que “en esa piscina se siente como en un teatro, como en la ópera” y ha tenido una idea –gran, gran idea- que, como mínimo, no puede pasar por alto a nadie que le haya interesado y le pueda interesar el arte aparte de la música. La alemana ha presentado una ópera cantada bajo el agua. Así es. Ella, con su voz; los músicos con sus artificios metálicos -¿qué son sino los instrumentos?: un gran artificio-; actores danzantes; un coro de focas y conexiones directas con científicos de la Antártida.
No lo entiendo.
¿Por qué una conexión con los investigadores de la desconocida base de la tierra de la paz? El científico Lars Kindermen, por lo visto, instaló a finales de abril un micrófono en las aguas del Polo Sur a más de cien metros de profundidad. Vía live stream manda los sonidos que capta y los hace tronar, resonar, aliviar, serenar y profundizar en la piscina berlinesa.  “Es el sonido de la serenidad, el bellísimo, es un sonido que ayuda a volver el espíritu hacia dentro de uno mismo, ignorando los estímulos exteriores", afirma un asistente al concierto experto en cantos de ballenas. Por otro lado, la otra responsable de la ópera, la compositora Susanne Stelzenbach comenta que su inspiración surgió de “los sonidos y los rumores que experimenta el feto, dentro aún de la madre, que son la primera información que recibe del mundo exterior y que componen una música que resulta el primer elemento de comunicación del ser humano y que queda grabada para siempre en nuestro subconsciente”. Inteligentísimo.
Esta obra se presentó el 1 de mayo y permanecerá en cartelera hasta el próximo 17 de septiembre. Es una obra experimental, ¿quién lo duda? Explora intersticios y recovecos que nunca antes la música se hubo atrevido a acariciar.
En una década donde la música está en grave peligro (no sé si es adecuado ya llamar música a la sobresaturación de intelectualismos y veleidades que nos presentan nuestros compositores y grupos de música actuales), estas iniciativas no poseen menos riesgo que el que genera un ciego en bicicleta en el carril central de la Gran Vía de Les Corts Catalanes. Pero es difícil que un proyecto submarino como es el Aquaria Palaoa –así se llama el espectáculo- dé oxígeno y una bocanada de aire fresco a la pobre música languideciente. No lo sé, tal vez estemos ante la pionera forma de hacer música. Fijaos en el apellido de la compositora: StelzenBACH. ¿Tendrá sangre del barroco? ¿Será un nuevo genio?
Lejos de ver la ópera submarina como la salvación o como una incursión certera en la música experimental, lo que es seguro, de momento, es que la terrible metáfora surge por sí sola, de debajo del agua, de las profundidades luctuosas, de las simas recónditas de un lugar en que la música jamás debió tender la mano al hombre: la música se ahoga, se ahoga poco a poco y se la ve cada vez más borrosa.

20 de agosto de 2011

El burro maestro del arte moderno

Son muchos los escándalos que han rodeado el mundo del arte durante este último siglo: robos, falsificaciones, invenciones, estupideces. ¿Quién no recuerda –hoy hace cien años- la historia de Vicenzo Perugia? El hombre que se escondió un domingo en el Louvre para el lunes, día de cierre del museo francés, perpetrar el más escandaloso de los expolios: La Gioconda, de Leonardo Da Vinci. ¿O qué decir de El grito de Munch? Ha sido robado en numerosas ocasiones, la más famosa: cuando los ladrones, armados con una escalera, penetraron por la ventana de la galería nacional de Oslo y, dejando una nota en que se leía “Gracias por la falta de seguridad”, huyeron impunes del atraco. O las impecables falsificaciones de Han Van Meegeren (1889) que, tras que los críticos rechazaran su obra, hundido y rabioso decidió falsificar a los grandes pintores de la Edad de Oro Neerlandesa: Hooch, Hals, Vermeer; los reprodujo a la perfección, apoderándose así de reconocimiento internacional. Piero Manzoni, con su arte conceptual, vendió al precio del oro noventa latas que contenían sus propios excrementos: Mierda de Artista, etiquetó en el idioma alemán, francés, inglés, e italiano. ¿Realmente pensaba él que eso era arte?; ¿una forma de arte cómica y decadente?; ¿o era, simplemente, una irónica broma? Tal vez fue lo mismo que Empire (1964), documental en que Andy Warhol –el truhan de los truhanes- realiza  un único plano durante 485 minutos del famoso edificio Empire State Building mientras, cuentan, se liberaba a las más orgiásticas de las orgías en las oficinas de su coleguilla Rockefeller.
Son, pues, innumerables los engaños, dolos y supercherías del Siglo XX que puso el arte en entre dicho. Los movimientos pictóricos modernos –principalmente el futurismo- son más que cuestionables. Y aquí, precisamente en el futurismo, se encuentra una de las historias más hermosas y fantásticas que el mundo falso del arte ha escrito en sus lienzos de la historia. Se llamaba Joachim-Raphaël Boronali. O al menos eso afirmó cuando, presto y nervioso, se presentó en el Salón de la Sociedad de los Artistas Independientes –sede francesa del arte moderno- y entregó un cuadro titulado Y el sol se durmió sobre el Adriático. El cuadro presentaba una mezcla vivaz de colores, muy moderno, con pinceladas azarosas y formas pre-cubistas. El cuadro gustó mucho en la Sociedad; la crítica fue deliciosa. Y menudo hartón de reír se debería pegar Roland Dorgelès –el nombre real de Joachim-Raphaël Boronali, que era escritor y periodista y no  pintor ni artista- cuando se presentó en las oficinas de su periódico y explicó: “Señores, este de aquí es mi notario. Lo contraté y dará fe de ello, El sol se durmió sobre el Adriático no lo pintó Joachim-Raphaël Boronali. No. Tampoco fui yo que, por supuesto, inventé el nombre y el pintor en cuestión. El cuadro alagado por la Sociedad de los independientes, que lo catalogaron de magnífico y futurista, lo pintó un asno. Así es, señores, un maldito y bonito asno. Até un pincel a su cola, lo emplacé para que el lienzo quedara tras sus nalgas y pintó esta maravilla.” El notario, efectivamente contratado y presente durante la perpetración de la superchería, dio fe de ello.
Al día siguiente los titulares de la prensa fueron maravillosos: UN ASNO, JEFE DE LA ESCUELA PICTÓRICA.
Si esto no es arte, que nos corten la cabeza.

19 de agosto de 2011

Tu ameba particular

La ameba come-cerebros, así la han bautizado. También la ameba asesina, y se ha cobrado tres vidas en los EUA a lo largo de este agosto. Su nombre científico es Neagleria flowleri, y es un ameboide –es decir, un parásito- que reside en aguas templadas y estancadas.
El último cadáver pertenece a un niño de nueve años (es curioso como el cadáver deja de pertenecerte una vez has eximido). Murió el pasado cinco de agosto, tras haber asistido a un campamento de pesca. Los análisis posteriores han verificado que la causa de la muerte fue por meningoencefalitis amebiana, es decir, por la afección de la ameba asesina. Claro: es asesina, su cometido es matar. Ya lo hizo con anterioridad en el estado de Florida, a un chaval de dieciséis años que había estado nadando en un estanque cercano a su domicilio. Igual le ocurrió a un joven luisiano de veinte años que, según han informado las autoridades sanitarias, la ameba hubo anidado en su vaso de enjuague nasal. En las tuberías internas de su casa encontraron restos de las ameba, pero los análisis posteriores han determinaron imposible que ésta se haya extendido por los conductos centrales de la ciudad. Extraño, ¿verdad? El acontecimiento posee todos los alicientes que requieren las películas de ciencia ficción y de terror apocalíptico. Y es que últimamente se están estrechando demasiado las fronteras entre la ficción y la realidad. Hace unos meses apareció un estudio elaborado por investigadores de la Universidad de Ottawa, Canadá, que dictaminaba que “si los zombies existieran, acabarían con la civilización entre tres y cuatro días”, lo peor de todo –en este caso también valdría lo mejor- es que los investigadores no se quedaron allí, se tomaron realmente en serio el estudio, trazando firmes y férreos paralelismos con los virus e infecciones todavía desconocidos. “Hemos seguido el proceso que se utiliza para analizar cualquier virus de raíz desconocida, así se hizo con la Gripe A”. En cierto modo parece útil, porque son pocas las cosas que restan sin infectar: la prima de riesgo, los parqués occidentales, las librerías comerciales, la política revolucionaria la fe religiosa y clasista, la euforia social, etcétera. Cada una de la lista posee su virus, su ameba particular; todas ellas parecen zombies arrastrándose sobre un suelo cada vez más frágil e insostenible. Y, cuidado con acercarse demasiado, que cuando muerde es contagioso. El único modo de acabar con ellos es cortándoles la cabeza. Y de ello Robespierre sabía mucho.

18 de agosto de 2011

Mujer obesa, mórbida y mortal

Esta es otra noticia que, alejada a la sección periódica de vida, presenta a un individuo con una capacidad extraordinaria y un talento desorbitado para llevar a cabo su trabajo.
Es agosto –mes periodístico injustamente infravalorado-, y ayer el Barça se proclamó campeón de la Supercopa de España tras imponerse al Real Madrid en un partido no falto de bravatas ni de provocación. Hoy, Joseph Ratzinger ha llegado a España para presidir la Jornada Mundial de la Juventud católica, allí donde los mozos pecadores confiesan sus traiciones a la cruz. Chávez, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, retira las reservas de Estados Unidos y de Europa y pretende nacionalizar el oro, tensando todavía más las relaciones con sus parches negros. La casa museo de Edgar Allan Poe, localizada en West Lexintong, Baltimore, se queda por segundo año consecutivo sin la subvención necesaria para mantenerse en funcionamiento. ¿Qué ocurrirá con la parada de peregrinación de tantos y tantos amantes del genio de la literatura americana? En esa casa se hallan las ilustraciones que Gustave Doré realizó para el poema de El Cuervo, y fue en ese escritorio, respirando el aire enfermo de su amada Virginia, donde escribió cuentos monumentales como Berenice o Mensaje encontrado en una botella.
Pero hoy no toca celebrar nada de esto. Josep Guardiola, con su elegante y tácita estrategia sobre el terreno de juego, no será el protagonista; ni Lionel Messi, con su salvaje talento para desenfrenar las pasiones; ni, incluso, Xosé Mourinho, provocador nato y mete dedos en los ojos. ¿Será, acaso, el Papa? Tampoco. Ni Edgar Allan Poe, más santo y Dios que cualquier católico de pacotilla. No, porque hoy, como decía, la noticia la encontramos alejada de los titulares.
Es uno de esos casos en que trazar un fiero paralelismo entre el individuo que se presenta y la tendencia perniciosa, viciosa e ignorante de la sociedad colectiva es un trabajo excesivamente fácil. Ella es estadounidense, se llama Sussane Eman y pesa 320 kilos. Entre carnes y pliegues dice que le gustaría saber si pesar una tonelada es humanamente posible. Asimismo, explica cómo dedica junto a sus hijos de diez y doce años a comprar en el supermercado durante ocho horas al día: “es como trabajar a jornada completa”. Su objetivo era Donna Simpson, otra mujer de Nueva Jersey, que pesa 315 kilos. Ahora quiere llegar a la abultada cifra de 360 kilos. Para ello, cuenta, ingerirá un total de 20.000 calorías diarias. Una bestialidad. Un donut, por ejemplo, grasiento, mórbido y putrescentemente comercial, posee una totalidad de 140 calorías. ¡Ella ingiere veinte mil diarias! Eso equivale a 170 donuts al día. Por si fuera poco, a este paradigma le parece muy saludable engordar, se siente mucho más sexy y dice atraer muchísimo más que antes a los hombres. Su enorme reto lo comenzó gracias a su natural tendencia a engordar. De un defecto, una virtud, debió de decirse.
Lo extraño es que Sussame Eman no se sienta un circo, -mejor-: el chimpancé craso de un circo de mirones y fanáticos. Por cada página del libro que no se lee, come un chuletón; por cada idea que no piensa, defeca una oronda hez; por cada movimiento que no realiza, se le hinchan las arterías cual globo de feria y de helio. Probablemente se siente feliz, y más ahora, noticia en todos los periódicos. Sin embargo, ella no es destacable. Es destacable su actitud, la de su entorno. Susanne Eman es el espejo en que se reflejan millones de personas: que abultan mucho, muchísimo, pero que en realidad y para siempre, son sombras vacías cuya máxima aspiración es explotar y ser olvidados.

17 de agosto de 2011

Guerra de pistolas de agua


La torre de Milad debe de parecer una antorcha. Localizada al noroeste de la ciudad de Teherán, capital política y económica de Irán, es un símbolo de modernidad y la sexta torre de comunicaciones más alta del mundo.  Hoy, allí, la temperatura alcanza los 37ºC. No es, pues, ninguna tontería, que sus habitantes busquen diversas formas de refrescarse. Así se hizo, y así no se volverá a hacer; ellos lo intentaron, pero han sido perseguidos; empezaron a jugar, pero el ladrón les confundió con el verdugo que les roba el alma; fue, acaso, el miedo o la discordia de una nación dividida y absolutamente ajena para sus oriundos.
Porque…
La República Islámica de Irán; con su Líder Supremo que se responsabiliza y supervisa la delineación de la política ejercida en la República; con su Presidente de la República –Mahmoud Ahmadinejad-, corrupto y encargado del grosero pucherazo que, in extremis, mantuvo el rumbo del estado en las pasadas elecciones; con millón seiscientos cuarenta y ocho mil ciento noventa y cinco kilómetros cuadrados, con su supuesto tratamiento de la energía nuclear para fines militares, con su política atómica; con su consulado de consuelos religiosos; con su chiismo, con su discordia y con el tedio que el Gobierno representa para su población. Mahmoud Ahmadinejad con su fanatismo, con las llaves compradas a Taiwán para colgarlas en el cuello de los niños: “estas son las llaves del paraíso”, y les entrenaba para inmolarse y, así, abrir paso a sus tropas en las tremebundas guerras en que se ha sumido el país. Mahmoud Ahmadinejad con su eterno negacionismo: “aquí, en mi país, no existen homosexuales”, o “jamás existió un holocausto judío, ¿dónde están  las pruebas?”, el Ahmadinejad al que le roban las nubes, al que solo le vale lo sagrado y lo puro –es decir, su antítesis-, el hombre que reza para la extensión islamista y, sin superstición, anhela una fortísima debacle para el Occidente plagado y gobernado de judíos. Ellos, los políticos y su Gobierno, cada vez más alejados de su población, se han visto obligados a intervenir en una guerra de pistolas de agua que, jóvenes y mayores, convocaron para aliviar los 37º que asolaba la capital. Así es. Así fue: “¡Deteneos, disidentes! ¡Nos nos engañaréis con vuestra patraña revolucionara y altercadora!”.
Los beligerantes –de pistolas de plástico, colores y agua- se reunieron el parque de la ciudad sureña de Bandar Abbas para dispararse agua y combatir la llama que, probablemente, menos queme en toda la República. Los dirigentes vieron en el juego motivaciones políticas y sexuales, de modo que detuvieron a varios de los participantes, obligándolos –desde luego- a confesar públicamente en la televisión iraní las perversiones de la jugada.
Parece que el ramadán no sienta bien.
Desde la red social Facebook, ahora con el  vuelo armado, se han convocado distintas celebraciones guerrilleras con pistolas de agua: Isfahan, Karaj, Teherán, son solo algunas de las ciudades que ya han confirmado su participación. Al parecer, el Gobierno creyó que El Movimiento Verde –la disidencia iraní- se hallaba tras estas concentraciones. Por lo que se ha podido investigar, no fue así. Y ahora, en vez de la disidencia, lo que tienen detrás es una población civil harta de tantísima memez.
A Mahmoud Ahmadinejad Ayatolá De Pura Sangre le dan miedo las pistolas de agua. Él, por supuesto, es más de armas nucleares.
¿Es posible que él, el Presidente, sueñe esta noche un sueño? Será una chica desnuda, morena y lesbia, se apellidará Cohen y portará en la mano el libro Der Prozess; se le acercará sensualmente, como una gata, con la luna coronando su pelo corto y femenino. En la otra mano llevará una pistola de agua; se acercará lentamente a su presidente y, en ademán mayestático, le arqueará una lengua que nacerá de su espléndida y rojiza boca; alzará la pistola con sigilo, como lo haría un gato, una pistola de plástico y de color verde, y la posará sobre la frente de su ensoñador. Con un ágil movimiento de dedo, apretará el gatillo y, Mahmoud Ahmadinejad, su ensoñador, verá una llave de bronce que se le hundirá terriblemente en el cráneo. Tras su estertor, la voz última de la mujer le susurrará: “y esta es tu llave del paraíso.”

16 de agosto de 2011

La luna, un reloj negro


Encendimos dos cigarrillos en la terraza de un decimocuarto piso, al norte de la costa catalana. Era noche entrada; el humo desapareció en el fondo negro y, como ángel, llama o dibujo, rutiló repentino en el enorme blanco que, tras las nubes ralas, la luna dedicaba escrupulosamente a posar sobre el mar. El edificio era blanco y viejo, alzado sobre el paseo marítimo. Diez o doce metros lo separaban de la arena. Era divertido imaginar a una persona sin perspectiva. Ya veis: no había luz, la luna era un faro, el mar se extendía inmenso de punta a punta de la terraza, barcos minúsculos, referencias rojas y verdes en los peñascos, en las bahías, tal vez fueran calas que se daban al desenfreno de una hoguera consternada. Imaginé a un hombre sin perspectiva: sería gracioso, me dije, un hombre sin sentido de la superficie, sin arte para discernir formas, o colores, un hombre que desconociera el negro... La imagen era terriblemente bella. X.C. y yo nos apoyamos en la barandilla. ¿Qué pensaría un hombre sin perspectiva? El mar era un cielo; el cielo fue el espejo del mar. Se distinguían las corrientes, las barcas eran meteoros, los peces fueron golondrinas. Estábamos a una gran altura. De existir un hombre sin perspectiva, me dije, creería que el mar se le viene encima. El piélago estaba a nuestra altura. Un hombre sin perspectiva creería que el piélago está a nuestra altura y que el mar es una inmensa cascada, terriblemente bella y consternada; creería que el mar es el cielo que se le viene encima.
Fumamos y X.C. contemplaba, apoyado en la barandilla, cómo se posaba el reflejo de la luna sobre el mar. Él pensaba en las corrientes; yo creí que las barcas eran meteoros y los peces, golondrinas.
    -Ni hecho a propósito –le dije-: la luna está justa y llena delante de nosotros.
Él meditó estas palabras y se atusó el bigote gris. Su bigote es de hirsutos pelos y el humo emergió por entre ellos. Efectivamente, la luna se encontraba a sus doce en punto, se podría decir que era un foco que nos iluminaba.
    -No lo creas –dijo X.C.-. La luna siempre nos enfocará allá donde estemos.
    -La luna, sórdida blanca, / que siempre nos enfocará, tierra, mar o abismo / allá donde nos encontremos: Byron.
    -¿Sí? –preguntó él sorprendido al oír su frase repetida en verso.
    -No, desde luego que no -dije-. Además, la luna no nos sigue, son nuestros ojos quienes siempre se dirigen a su reflejo.
X.C. rió con un susurro de aire y terminamos de fumar. Quisimos lanzar las colillas desde lo alto, pero pensé que eso no gustaría al hombre sin perspectiva, que tal vez creería que  rebotarían en la pared de mar y se dirigirían hacia a él, cual balas, cual flechas del arco de la muerte. Así que los posamos sobre el alféizar de la terraza y nos encendimos otro más.
Nos mantuvimos apoyados en la barandilla y hablamos poco, muy poco: de los almogávares, de Jaime I de Aragón, me parece, del cementerio judío donde está enterrado Franz Kafka… Al cabo de un tiempo, decidimos no fumar más. Antes de despedirnos yo pensé en cómo debe de dormir un hombre sin perspectiva, ¿tendrá vértigos?, ¿beberá agua por las noches? X.C. echó un último vistazo a la mar. Estaba muy oscuro y las corrientes parecían galaxias que albergaban meteoros sin control.
Nos dimos las buenas noches y nos retiramos a nuestras habitaciones, ambos sin reparar en que la luna ya no se encontraba delante de nosotros, sino en la una en punto de la noche, al este del mediterráneo. No. Ninguno de los dos reparamos en ello, pero sí supimos que, durante ese rato, con o sin perspectiva, pero siempre con tabaco, nos hicimos un poco más viejos.

13 de agosto de 2011

Marionetas homosexuales


Marioneta proviene del francés. Se decía del clérigo que, en la representación de la Virgen, se escondía tras el púlpito y modulaba la voz para aproximarla lo más posible al tono femenino. Él era une marionette. Los feligreses, los creyentes, los cristianos, no sé si realmente creían que esa voz aguda, burlona, grotesca y escolásticamente amariconada era la de la Virgen o una perversa broma de la Santa Sede, de aquellos que les arrancaban la voluntad de tener voluntad. De allí, la voz graciosa de los personajillos de teatrino, que no el nacimiento de las figuritas, que se remonta –si queremos- a la era de Aristóteles.
Cervantes las describió a través de la voz de Don Quijote; Goethe también las retrató, y escribió los tres dramas de moralidad y marionetas; igual ocurre con músicos como Gluck, Hydn o Liszt; y Honoré de Balzac, que colaboró junto a Delacroix en el teatro de marionetas que la escritora francesa George Sand y su hijo alzaron en el castillo de Nohant, Francia. Aun así, muy por debajo de todos estos nombres, se encuentra uno de mayor trascendencia: Laurent Mourguet, dentista de profesión. Él improvisaba historias y se ocultaba tras el mostrador, desde donde aventuraba a sus personajes de guantes y botones para suavizar y aliviar el dolor que asolaba a sus desaventurados pacientes, sumidos por si fuera poco en la Revolución Francesa.
Como toda manifestación artística, el mundo de los títeres ha ido evolucionando. Para mal. Valle-Inclán, con su famoso esperpento, fue el último en tratar a los personajes de hilos sin alma con cierto talento y destreza. Cien años después –ya en los setenta- estas representaciones teatrales fueron esencialmente predispuestas para un público infantil. Y así nacieron y arribaron en las pantallas de medio mundo los famosos residentes de Sesame Street: Epi, Blas, Coco, Gustavo. No lo sé… Jamás los vi y jamás me hicieron mucha gracia. Muchos fueron, sin embargo, los niños que aprendieron colores, números, verbos, condiciones y comportamientos con estos extraños animales que, ¿por qué no?, han carecido del estricto sentido de la alegoría. Desde luego, la proximidad al veintiuno ha debilitado notablemente su poder didáctico. Y lo ha hecho hasta tal punto que, hoy mismo, sus creadores se han visto obligados a comparecer públicamente por una iniciativa lanzada desde una de las dos enormes y fatales redes sociales que, en un evento multitudinario, reclamaban una boda formal entre los protagonistas: Epi y Blas, ambos del sexo masculino. Que dos hombres compartieran piso, que fueran tan dispares –uno tan ordenado, el otro tan retraído-, que se aproximaran muchísimo al hablar, que se susurraran secretos y mentiras al oído, como hizo el hombre a los caballos, o Clint Eastwood a Madison, que fueran, al fin y al cabo, tan escandalosamente homosexuales y que nadie lo dijera, ha molestado a este sector cibernético y social, que se les ha encendido la llama revolucionaria.
El asunto tiene su sangre: lo que parece una broma sempiterna respecto a estos personajes tan famosos y televisivos, escondida como se ha escondido tras el discursete social de la homosexualidad y de la libertad individual, no parece tan cómico. ¿Verdad? La petición dicta literalmente: “En esta era horrible de niños homosexuales que se quitan la vida, ellos necesitan saber que son hermosos y que sus vidas merecen la pena. Los chicos abusadores tienen que saber que la homofobia no está bien”. Y cuenta con más de cinco mil firmas. Lamentable. Pero no es moco de pavo. Y, por ello, Sesame Workshop, la organización no lucrativa encargada ahora de la serie, ha comparecido: “Epi y Blas solo son amigos, aunque puedan identificarse con el sexo masculino, no hay que olvidar que son marionetas y que, por tanto, carecen de orientación sexual.” Es decir, que no habrá boda. ¿Habrán contentado las declaraciones a los neófitos del casamiento? ¿Dejarán –ellos, los fanáticos de la libertad- de pensar que Epi y Blas son homosexuales? Es un debate indigno y sórdido, muy identificativo con cómo marcha hoy el mundo. A trompicones, entre estafas y mediocridades, con insuficiencias y memeces, con libertades que son libertinajes de pacotilla, cercanos a la jerarquía escolástica.
No en vano se dice que el género humano es un títere mandado por cuatro capullos de las alturas que danzan los hilos de la vida. Mientras tanto, en vez de cortar los hilos, los esclavos con máscara de mártires se dedican a querer reforzar esos lazos, a unir los hilos, a desposar con mayor firmeza y oficialidad la oligofrenia y el servilismo social. A no hacer nada, a perder el tiempo. El hazmerreír penoso y real.
Y el mundo no marcha. Que a nadie le engañen.

11 de agosto de 2011

Semejanzas

Hay personajes, acontecimientos y situaciones que, por un pernicioso cruce del destino, poseen semejanzas de impenetrabilidad mayúscula: la derecha y la izquierda, el océano y el mar, Woolf y Faulkner, la guerra y la revolución, Joseph Stalin y Adolf Hitler, un barco y una barca, un bajel y el famoso pirata Jack Rackham, o un simple poema y una canción.
Las similitudes, como veis, no son meramente genéricas. Son distintivas, relacionales, exclusivas y generacionales. Por ejemplo: Stalin y Hitler. ¿Sería lo mismo cambiar del nomenclátor al soviético por, pongamos, José María Aznar? Los tres llevaban refinados bigotes y fueron líderes estatales, pero no sería lo mismo: hay, de por medio, un diabólico sentido de la estrategia y del intelectualismo, cuyos límites desbordarían al político madrileño. Relacionemos. La guerra. Una revolución es una guerra de ideas; alejado del materialismo y del territorio, pero una guerra armada y violenta; se busca un cambio, o una imposición; no petróleo, ni Helenas, ni supremacía espacial; pero sí hay vidas en juego, carabinas de armas y sangre fluyente en aceras y batallas. No se debe permitir que una idea se desangre. ¿Qué une al barco con la barca? Indudablemente su origen etimológico; mientras una solo sirve para pescar y cruzar ríos, con el otro podemos trenzar continentes y transportar helicópteros. Virginia Woolf quiso registrar los átomos según cayeran, sin orden, tal vez sin apariencia, reconstruyendo el modelo sin importar lo desconectado o incoherente; y, así, Faulkner se dio a la bebida, embelesado por el bello trazo de la londinense. ¿Qué más? Para un catalán es muy excitante ver cómo su compañera de armella frente a España, que es blanca y tiene la mano fría, cuyo nombre rima con Alicia y  maravilla y que Lewis Carroll llamaría, con una pipa en la boca y una mano en el cielo, Galicia sin traducciones, cita norte al mar y sur a la tierra. El mediterráneo se funde en las costas egipcias -que es sur-, mientras que el Cantábrico baña, azur y límpido, el hielo que es norte, norte, norte y océanos. ¿Dónde está el límite entre el Cantábrico y el Atlántico? Dicen que en la provincia de A Coruña, en la desembocadura del río Adour. Quién sabe si eso será cierto… Sí lo es, en cambio, que Galicia tiene mar y océano y que otros, por ejemplo Asturias, solo tiene uno y no tan hermoso. Y allí, en el Principado, es donde surge la noticia.
Fue una pareja de desahuciados, en Gijón, de estos que todavía ahora se esconden tras el innominable abuso inmobiliario para refundar un movimiento libre y de cultivo, de la ley del todo vale, de lo tuyo es mío y lo mío, también. Ocuparon una casa en apariencia abandonada, movimiento ocupa se llamaban. ¡Sí, los que aprovechaban las residencias deshabitadas para fomentar la tierra de cultivo, la vivienda, y la concordia social, centro de reuniones esnobistas! No les importa su apariencia, ni mucho menos su higiene personal: “lo importante, hermano, es el alma y el bolsillo, a quién le importa el hedor de mi cabeza, su alma, hermano, el alma de mi cabeza es lo que importa. Y que mi madre me siga llenando el bolsillo.”
¡Menuda sorpresa la pareja gijonesa se llevó! La residencia de aparente oquedad estaba habitada. Y eso que se habían tomado todas las molestias: cambiaron la cerradura, sopesaron la centralidad, la comunicación, el estado... ¡Pero, maldición! El cuerpo de una muerta portuguesa se hallaba tendido sobre el suelo desde hacía más de dos años.  “Mejor nos vamos, ¿no?”, le preguntó uno al otro. “Sí, ¿no?”, le preguntó el otro a modo de respuesta. Y echaron a correr.
Desde luego, la mujer de setenta y un años ha sido descubierta. En la cerradura estaba el crimen. Los dos okupas han sido capturados. “¿De qué delito se nos acusa, agente?”, grita indignado el okupa. “Vaya, vaya –declama el agente- vosotros no sois de los de allí, los del 15-M?” “No, señor, agente, no. Nosotros allí solo estábamos de paso, afirman. El mismo paso, exactamente, que recorre la podredumbre al cuerpo que perece.
Y así son otras semejanzas: parásitas, pasivas, anaeróbicas, que no sabes si existen o si solo chupan, chupan, chupan, hasta que confunden la izquierda y la derecha, y el mediterráneo con Galicia. Y, aunque deberían eximirse, siempre queda allí una cerradura. De oro, de bronce. A través de ella ves lo desconocido, lo inmóvil, la muerte. Pero ni rastro de la revolución.