31 de julio de 2011

Ácido en los ojos de tu sociedad


La historia es de extensa disquisición.
Majid Mohavedí, iraní de veintinueve años, arrojó ácido a la cara de Ameneh Bahramí, iraní de treinta y dos, produciéndole graves lesiones faciales y la pérdida absoluta de visión de su ojo izquierdo. Los hechos se remontan a 2004, cuando la víctima hubo rechazado las innumerables propuestas de matrimonio que su agresor, con la ferviente violencia del enfermo, le suplicaba que aceptase. “Le arrojé ácido por amor. Ella tenía pensado casarse con otro hombre, de modo que si le quemaba la cara, su amante la abandonaría”. Esta madrugada estaba previsto el cumplimiento de la Ley de las Ghesas (o ley de tailón), vigente en Irán, según la cual el agresor o culpable de un delito merece el mismo castigo que perpetró. Ameneh Bahramí, que debía ser ella misma quien realizara la represalia desde su cama de hospital, estaba preparada para arrojar doce gotas de ácido sulfúrico a los ojos de su agresor (condena impuesta acordada), cuando repentinamente le otorgó el perdón. “Llevó siete años luchando para conseguir esta condenada, pero hoy he decidido perdonarle. No quiero venganza, solo una compensación. Quiero evitar que otras chicas sufran lo mismo que yo”. La víctima pide una compensación de 150.000€ para tratar sus lesiones. La defensa, por su parte, alega que el condenado solo dispone de una propiedad. ¿De dónde obtendrá todo ese dinero? Y, de una solución justa, decidida por la principal implicada –ella, la víctima- surge un nuevo problema. La imposibilidad. Porque no es venganza; es justicia.
El caso abre el viejo contencioso de occidente: ojo por ojo, diente por diente. Se ha podido divergir intensamente, al menos desde finales del XX, en Estados Unidos con su pena capital, se ha opinado, criticado y abolido. Silla eléctrica, inyección letal, cámara de gas, lapidación… Antes se estilaba el garrote vil y el empalamiento. Intelectuales, informadores y el pueblo en general se cuestionan la ética y moral de esta práctica. ¿Es lícita?; ¿debe realmente aplicarse?; ¿debemos permitirlo?; ¿debemos quejarnos? Son muchos los casos sonados en que, tras la ejecución, se ha logrado atestiguar la inocencia del procesado: los italianos en América, el turista con posesión de drogas de la India, el asesino americano que no mató a nadie. Y, sin embargo, una rápida ojeada a un mapa global con los países que todavía contemplan la pena de muerte, bastaría para que más de uno se sorprendiera. Igualmente con la opinión social: todas las regiones continentales, excepto América latina y Europa Occidental, tienden hacia la aceptación de la aplicación capital.
No hace mucho, en China, se aplicó esta condena a dos vicealcaldes de X e Y localidades que, siendo solo ellos mano ejecutora, se apropiaron de dinero de las arcas públicas y asistieron al asiduo cohecho español. Jaque.
Pero regresemos al caso que ocupa este artículo: ¿qué hacer con el autor confeso de los hechos? Mohavedí actuó deliberadamente y en su sano juicio. Lo confiesa, y tanto la víctima, como los jueces, como lectores y escritor lo sabemos. ¿Qué hacer? Por un lado, Amnistía Internacional, a favor de los derechos humanos, se interpuso a favor del agresor aludiendo la inhumanidad y crueldad del castigo. Por otro lado, la presión que sintió la víctima con tanto revuelo, su ceguera y su desgracia.
Lo paradójico es que no estamos ante un problema de justicia (ella de sus cuatro virtudes cardinales), sino de sociedad, de moralidad, de ética y de juicio. La justicia inclina a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece. ¿Qué le corresponde a Majid Mohavedí?: ¿ácido en los ojos?, ¿libertad con cargos?, ¿cadena perpetua?
¡Por supuesto! Todo sería mucho más sencillo con la inexistencia del crimen. Pero como éste es el pan eterno de la historia, jamás dejaremos de tragarlo. Definitivamente, el ácido se congrega en los ojos de la sociedad.

29 de julio de 2011

Teoría del azar

¿Qué perversa relación existe entre el azar y la lógica? Objeto de dichos y tabúes, el azar se ha puesto frecuentemente la máscara de la mala suerte, la de la desgracia y la de la buenaventura. ¿Pero cuáles son los verdaderos lazos que unen la concepción de semejante idea? ¿Quién se ha atrevido a achacar la mala suerte a un factor tan lógico como el azar? La suerte es un encadenamiento de sucesos, considerado casual o fortuito. Así tenemos la buena y la mala suerte. El azar, en cambio, es un caso fortuito, una casualidad. Singular y plural. Sin embargo, lo que nadie se ha detenido a pensar es que el azar va más allá de una simple y singular casualidad. Posee cierta lógica tras sus letras, en su pre, en su embrión etimológico. El  azar (luego, la mala suerte) es un factor absolutamente dependiente de nosotros. Es obligatorio disponer y organizar la situación precedente a la ocurrencia del azar para impedir que dé rienda suelta a su albedrío libre y uno. Y, por ello, convertir la mala suerte en un castigo ajeno a nosotros, es un acto terriblemente punible, entorpecedor e hipócrita.

Voy a escribir lo que quiero escribir. Seré claro y breve. Una ejemplificación:
La calle de los Semáforos es un estrecho paseo. Aun así, se la denomina calle. No contiene curvas, es toda una larga recta. A cada veinte pasos, una vía todavía más estrecha la cruza perpendicularmente. Deben de haber unas ochenta, más o menos. Semáforos, pasos de peatones acebrados y un pitido infinito para la invidencia custodian cada cruce y velan por la seguridad vial de coches y ciudadanos que, a raudales, transitan por doquier hasta las seis de la tarde, hora en que la calle resta desierta. El doctor Twain –odontólogo de prestigioso nombre- tiene una consulta en el último edificio de la calle de los Semáforos. Es un odontólogo de los de fina mano y grácil humor, de los que te miran con una sonrisa brillante cuando les suplicas: “no me lo metas muy adentro”, y te dicen que tranquilo, que no te va a doler. La consulta del doctor Twain cierra a las siete de la tarde –hora inglesa. Y, nunca puntual, pasa la doble llave y se dirige sin detenimiento a su casa, localizada en el último edificio de la parte contraria de la calle de los Semáforos.
Ahora empieza el azar.
“¿Por qué cuando tengo prisa, todos los semáforos están en rojo?” –se pregunta el apresurado doctor. Igualmente, tiene la sensación que cuando, con la cena hecha en casa y un calorcito primaveral le invade el cuerpo y el aire, con olor a amapola y petunias, colgantes enteras de las macetas de hierro de las terrazas vecinas, va más deprisa y llega antes; piensa que todos los semáforos están en verde, color de la esperanza, y que el trabajo bien hecho durante el día le ha recompensado: caprichos del Karma… ¡Pero mal, muy, muy mal!
¿Por qué mal? Porque no se trata del destino, no son los beneficios del Karma. Tampoco sirve eso de que cuando se está contento el tiempo pasa más deprisa y viceversa. No. Se trata, en ambos casos,  de una absoluta negligencia. El doctor Twain, tan dado a las bromitas filantrópicas, comete el error de no organizar bien el tiempo cuando cierra su consulta. A saber: cada uno de los ochenta semáforos predispuestos en las vías perpendiculares tienen un tiempo de duración. Si el doctor Twain estudiara el tiempo que tardan en cambiar, y supiera las oscilaciones diarias de los semáforos (ayer, los semáforos impares se pusieron verdes a las 19.06, cada uno de ellos tarda 30 segundos en cambiar, y los pares cambian a las 19.07; hoy lo harán veinte segundos más tarde, con la misma duración individual), si hiciera esto, decía, el doctor sabría que lunes martes y viernes debería cerrar la oficina a las 19.04 y que el  miércoles y jueves lo debería hacer a las 19.03.
Así todo encaja: él no es puntual –por lo que no debe cerrar a las siete en punto de la tarde-, tampoco habrá acumulación de peatones que le retrasen porque la calle -a partir de las seis en punto de la tarde, queda desierta. Si el doctor Twain mantuviera este orden, seguro avanzaría cada día con la máxima rapidez posible. No es necesario nombrar que jamás encontrará todos los semáforos en verde, pero sí poseería el suficiente conocimiento como para elegir la opción más rápida.
Pero claro: es demasiado complicado… Aun así, el doctor Twain lo hizo.
Quien le iba a decir, pobre desgraciado, que un ebrio conductor se iba a saltar el pasado martes, a ochenta kilómetros por hora, el semáforo en rojo de la última vía antes de llegar a su casa. ¡Ay, qué perversa puede ser la lógica! Qué mala lógica tuvo el pobre doctor Twain…
 El hecho ocurrió a las ocho en sombra de la tarde.

23 de julio de 2011

Muere Amy Winehouse; la maldición de los veintisiete


Jim Morrison, Brian Jones, Jimmy Hendrix, Kurt Cobain, y ahora: Amy Winehouse. A la cantante británica la encontraron muerta, esta misma tarde, en su piso de Londres. Todavía se desconoce la causa, pero parece exageradamente obvia. La artista y mujer se extinguió, sin duda, la primera vez que le resultó imposible mantenerse en pie sobre su escenario. Conciliador entre público y crítica, Back to black fue su primer LP. Una voz amarga y profunda generó un nuevo golpe a la música moderna de nuestra decadencia. Y ahora, ni soul, ni alma, ni cuerpo. Ni nunca más.
Parece que los veintisiete es una cifra referencialmente mortuoria. Un estudio atestiguó -hace poco más de tres meses- que la edad media de las estrellas del rock son los 35 años. ¿Drogas, alcohol, exceso? Mucho exceso, tal vez, por el insuficiente talento que exponen alguno de ellos. Otros, en cambio, siguen sonando vivos en los viejos discos de lo Rolling Stones.
Lejos de realizar ahora una reflexión innecesaria sobre cómo hacer o deshacer un crítica musical, Amy Winehouse hizo música y se deshizo; fue música pasable, intermitente y poco considerable. Sí fue, en cambio, notabilísimo el juego que dio a la prensa rosa y amarilla para hablar de sus escándalos.
Queda un nombre en forma de leyenda y una renovación de la música soul.
Siempre previsible: murió quien todo el mundo creía que, prontamente, moriría. Ahora llegarán la euforia colectiva y las flores enormes sobre el suelo donde residiera quien ya cantó su último adiós.

19 de julio de 2011

Prostíbulo Poético


En la costa gallega navegan buques mercantes y pesqueros de rojos y azules oxidados. Impresiona el oleaje y son puntos referentes los faros que, entre rocas, mar adentro y cercanos a la vista, se alzan con su lucecita tintineante sin noche. "Una promesa, no vuelven nunca más/ En cada puerto una mujer espera;/ los marineros besan y se van./ Una noche se acuestan con la muerte en el lecho de la mar." De estos versos que escribió Neruda en su Amo al amor de los marineros a la práctica pesquera que hoy en día se desarrolla en las costas lucenses, podrían encontrastre ciertas reminiscencias que relacionaran la profesión de los actuales marinos con la que, intransigentes, forjaban los vetustos marineros. ¿Cuántos cénits localizaríamos a lo largo de la historia? Sin ir más lejos: Arthur Gordon Pym, Ahab, El viejo y el mar, Ulysses. Todos ellos gloriosos aventureros de un romanticismo sin límites; arduos competentes que anhelaron Nuevas Tierras, las bonanzas rozas de la juventud, el poder bello de la sirena que baila un vals densuda en la isla de Creta. Es obvio que los tiempos han cambiado... El mar no es tan críptico, y los jóvenes ya no quieren ir. Las jóvenes ya no lo quieren bailar. Y, sin embargo, qué extraña coincidencia, si recurriéramos a Barcelona, ciudad de tierra fértil y tradición marinera donde las haya, encontraríamos un vértice relacional con el fondeo cánonico de la navegación clásica. Se trata de un barco, de 1924, cuya función se limita al albergo de pasajeros que desean escuchar poesía. Así es. La compañía contrata a una serie de poetas. Se les hace firmar un contrato -previa adución- y los clientes disponen de una carta literaria. Allí, la fotografía de los poetas y su pequeña biografía los erigen hacia la temética que el consumidor prefiera: amor, erotismo, iniciática, rebelación, bucolismo. Los pasajeros compran fichas por valor de euro y medio, cada una canjeable por un poema. Así se desarrolla el viaje: pagas un euro para que un poeta te lea in situ uno de sus poemas. Los organizadores afirman que es una nueva forma de hacer arte, perfecta para saciar la curiosidad poética de la gente que prefiera escuhcar a leer. "Las recitaciones expresas de los autores transforman el poema, lo dotan de vida", dicen muchos de los oyentes. Esta gente empezó en Nueva York. Ahora están en Barcelona. Y en breves meses la tropa zarpará hacia otro puerto bienvenido. (Esnobista, por supuesto, tal vez presidido por Woody Allen).
Todo se hace un poco extraño. Sobre todo si se ha leído que, esta pasada semana, Umberto Eco ha admitido que va a adaptar su propia obra El nombre de la rosa para un prototipo de lector básico, que la va a aligerar, a moderar, a abreviar, facilitando las cuestiones filosóficas y profundas de la novela. El barco de los poemas a un euro se llama, evidentemente, Burdel poético. Se hace arte nuevo sobre arte moderno. Por lo visto no bastó con el cubismo, el futursimo o la pintura parametafísica. Ahora, para degustar un poema, no solo tienes que pagar, sino que además te lo recitan a solas en un barco, a alta mar, con una copa de vino en la mano y exclamando: "Oh, mi muy señor mío, magnífico, magnifique, bravísimo." Nadie está obligado a zarpar. Pero consideremos hoy algo importante: cuidado con comprar la adaptación de Eco o con subirse al burdel poético, no nos veamos obligados, al final, a pagar para algo tan simple, sencillo y perfecto como es leer un libro abierto.
Las jóvenes ya no quieren bailar con la mar. Ya nadie se conforma con leer un libro. For the times, they are a changing.

12 de julio de 2011

El pene que chupó Lolita

¡Cómo lamió Lolita el falo de Humbert-Humbert! Tan blanca, tan niña…

Hay que retroceder al 1939 para encontrar el antecedente de Lolita, novela escrita por Vladimir Nabokov en el cincuenta y cinco, y publicada por primera vez en Francia, tapa rosa de erotismo. El hechicero –este es el cuento del treinta y nueve- versa igualmente sobre el amor inhumano que profesa un maduro por una joven nínfula de redonditos senos. La trama se enhebra en el indigno surrealismo del ruso, costosamente atado a la parcialidad del tiempo de difícil seguimiento. Es un cuento de una tarde –o, mejor dicho, de una noche- y el protagonista nunca llega a alcanzar la ambrosía de su infantil Beatriz. Ella crece ante sus ojos, imponente y pequeña, brillantísima y abierta, pero el rechazo férreo que recibe lo condena a una muerte negra y accidental, luminiscente en la luz del faro de un coche. Bien al contrario ocurre en Lolita. Quien más, quien menos ha leído la novela o ha visto la adaptación cinematográfica que elaboró uno de los tres mejores directores de la historia. Stanley Kubrick acomoda la novela a su guisa y ella –la historia- se siente cómoda con él. Esto no significa que no haya pequeños desvíos que solo prende la novela: la absoluta certeza del sexo: un libro siempre será mejor que una película. En Lolita de Nabokov, la obsesión que atañe a Humbert Humbert (nombre recurrente de William Wilson, de Edgar Allan Poe) es infalible e inevitable. Su amor se halla entre el ficticio y la realidad. Lolita es una niña de trece años normal: el pelo ni largo ni corto, ni rubia ni morena, más baja que alta, ni inteligente ni tonta, lista, guarra y bonita. Pero Humbert idealiza su imagen, dotándola de aspectos y virtudes sobrenaturales. Es Annabel Lee, Helena y Alicia. Tiene cuerpo de niña, es infantil, limpia y sucísima. Pero es una diosa. Le gusta mirar por encima de sus cristales de corazón oscuro, mueve ágilmente la lengua por la comisura de sus labios afiladitos y tiene los pezones puntiagudos. Sueña y canta como ángel desnuda que se toca.
La escena del motel, en que Humbert Humbert pide un catre para dormir lejos de la tentación, contiene los ideales básicos del amor. ¡Qué alegría cuando ella, tan lívida, tan serpentina, arquea la boca, extrae la puntita de la lengua y entorna sus pestañas sobre los párpados diamantinos! Ella lo posee. Y no al revés. Porque Lolita chupa el plumín de la pluma que escribe la voz poética de la historia del amor. No hay pederastia. Hay locura, crítica, retrato y magia. Lolita es la crueldad de una vida social y normalizada.
Lolita no es una niña. Es experiencia, una nínfula de ensueño que vuela con alas de mariposa rusa. Y, además, un llamamiento a la maestría literaria. Este es el sexo que lamió su lengua.

11 de julio de 2011

El cadáver de Fernando Pessoa


Dicen que la tarde era lisboeta y que el escritor José Reigo llevaba más de cuatro horas esperando la llegada de Pessoa. Cuando al fin se presentó, pidió disculpas por la indisposición del poeta, asegurando que él, Álvaro Campos, acudiría encantado a la cita prevista. Álvaro Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro, el desasosegante Bernardo Soares, son solo un ejemplo de los muchos heterónimos que el poeta lusitano  engendró y maduró a lo largo de su vida. Un heterónimo es un seudónimo. Sin embargo, Pessoa adjudicó un nuevo significado al término, dotando a sus heterónimos de carácter, personalidad, muerte  y, sobre todo, ideal. Poseían vida y experiencia. Firmaban las obras. Nacían con treinta años; desaparecían después durante una década, y reaparecían en la epifanía de una nueva juventud, entre versos y catástrofes: todo un ejercicio de metafísica literaria.
Aseguraba –no él, sino Caeiro, uno de sus insignes heterónimos- que el Tajo es más bello que el río que corre por corre por mi aldea./ Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea./ Porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea. Atado desde su niñez a la dorada Sudáfrica, aprendió inglés y se conmocionó con Shakespeare, Byron, Keats y Edgar Allan Poe. Siempre oscuro y cercano al ocultismo. Dijo que el poeta es un fingidor que finge constantemente, que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente. Lúcido y maestro de la palabra; de grandes juegos fingidos y vividos personajes con historia. Fue traductor y adoraba el aguardiente Águila Real, cuya cirrótica magia de 1935 le envió a la tumba.
Cincuenta años después, en Portugal, el arquitecto Lagoa Henriques hubo diseñado un monumento columnario en honor al ortónimo (escritor y creador de heterónimos). La sorpresa surge cuando las autoridades encargadas del traslado del cuerpo se percatan de que el cadáver de Pessoa se halla totalmente incorrupto. Como si durmiera plácidamente. El país luso mantuvo en secreto el suceso. Algunos abogan por el proceso de adipocere (transformación de la grasa del cuerpo en un tipo de cera que mantiene el cuerpo envuelto e incorruptible). Otros recurren a asociaciones de leyenda: relacionan lo ocurrido con el Santo lusitano Fernando Martins, santificado después con el nombre de San Antonio de Padua y nacido el mismo día –ocho siglos antes- que el poeta portugués. Tras la exhumación del Santo, los fieles perplejos se toparon con uno de los primeros casos de incorruptibilidad. Además, Fernando Pessoa se llamaba Fernando António Nogueira Pessoa. Y todo hace pensar en magia y casualidad. Un artículo calificaba este hecho de una última broma metafísica del poeta.
Lo único cierto es que el escritor que pudo argumentar la razón de un banquero que aseguraba profesaba los ideales anarquistas, ha legado una incunable y monumental obra digna de amar. Lejos de cerciorar que su cuerpo se encuentre todavía incorrupto, su obra perdurará con bravía fuerza que fluye río abajo. Porque Pessoa es un fingidor que escribe constantemente, que hasta finge que murió, lo que de él no se llevó la muerte. Desasoseguémonos todos.

10 de julio de 2011

El poder de los inútiles

El poder es una virtud secular, y no un defecto monárquico, autocrático o capitalista. El poder es una necesidad creciente del individuo, y no un proyecto de sumisión frente al tercero desproveído. Quien crea lo contrario es un absoluto cateto. Si bien es cierto que ser mandado es complicado, no menos veraz es que el mandar es doblemente complejo. Hay que ser siempre un poco iconoclasta: perseguir los vicios fehacientes, las manos de hierro que no se dan a torcer. Sin embargo, quepa en la razón que el hostigo al maestro no está siempre permitido. Aquí, y no en otro sitio, es donde el  poder alcanza su expresión suprema: el poder del individuo. Discernir, diferenciar y prestarse a la deferencia. Saber y decidir que él sí es digno de ser escuchado  y que el otro no lo es ni lo será jamás. Este es el poder exclusivista del individuo.
¿Qué hacer cuando en el trabajo –una de las situaciones en que el exclusivismo se convierte en aceptación inclusiva- te toca someterte al poder estridente y silenciador de un jefe malnacido? Conozco el caso de un empresario catalán –Delicioso A.-  que ejemplifica mi teoría. Él es el hombre que debe de despertarse cada mañana con la misma expresión con la que solo se muere una vez. Él es el hombre entorpecedor del poder y del trabajo. Él es el hombre que no sabe mandar, el defecto capitalista y autócrata: él es el poder de los inútiles. Probablemente, al despertar, se desquita las sábanas pegadas de la cara; se acerca al espejo y mira su larga sombra de barba; se desviste del pijama y se arma la camisa sin corbata que, ahora, siendo el jefe de una juguetería, no importa llevar o perder. Él regenta una cadena de tiendas esparcidas por Mataró, Badalona y Barcelona capital. Es el completo inútil que, a trancas y barrancas, supera la extraña situación económica que hunde al Gobierno y al país. Para que os hagáis una idea: las tiendas del hombre están localizadas en barrios centrales y secundarios. Su cliente es afín y fiel. Compra asiduamente en la tienda, porque está cerca de su casa, porque es la calle de la escuela del hijo y, en Navidades, las luces y la musiquilla embelesa sus amores. Cual perro de Pavlov relaciona diciembre y magia con la juguetería del empresario catalán. El mismo hombre que, a sus trabajadoras –que las contrata porque son mujeres y les puede pagar menos-, por las fechas de Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, las obliga realizar cincuenta y dos horas semanales, de domingo a domingo, sin descanso y devengándoles, al mes, lo mismo que a un trabajador de media jornada; los clientes relacionan Reyes y Papá Noel con el hombre que a sus elfos –sus trabajadoras- les prohíbe estar enfermas y, por supuesto, pagarles las bajas debidamente; si están de santísimas vacaciones, les rebaja el sueldo. Por supuesto, ¿para qué pagar a alguien que no está trabajando? Además, si algún ladronzuelo abre la caja mágica del dinero, las comprometidas y responsables son ellas, las elfas. Que lo haga con pistola en mano, en colectivo organizado o violentamente, eso no importa: hay que dejar cuerpo y alma en la tienda del bendito señor que paga setecientos cincuenta euros al mes por trabajar hasta la saciedad. Cuarenta grados en verano, ocho en invierno. “Han bajado las ventas” –les grita- “o espabiláis o es echo a la calle. ¡Aquí mando yo! Suficiente favor el mío de daros trabajo.” Sumadle a esto invectivas filípicas remitidas mensualmente con términos sinónimos a  sucias, guarras y negras.
Es cierto que la gente tiene pocas ganas de trabajar. Hay, pues, trabajadores vagas. Pero en notable inferioridad.
Este artículo es arma de doble filo. Más allá de crítica, es un argumento publicitario y comercial para que la gente pase por alguna de estas tiendas asociadas catalanas. Igualmente, me permitiré aportar ciertas ideas al señor Delicioso: remodelación de las tiendas, aprender a escribir sin faltas de ortografía, ajustar los contratos dentro del margen legal, adaptar infraestructura –que no se desmoronen las estanterías, que todavía morirá un niño. Etcétera.
Sabe mal que aquellos clientes que vinculan Reyes y Papá Noel con Delicioso A. sean sabedores de todo esto.
Si los niños se enteraran, pensarían que el hombre del saco es el mismo que cumple sueños en la tienda de la Calle Soledad; el mismo que les deja el carbón en el sofá y el que se bebe su agua, anís y contempla tenuemente sus zapatos. Sentirán que, sin ser sus esclavos ni estar en edad laboral, se les ha llevado un poquito de su alma. Lo que hace el poder de los inútiles.

7 de julio de 2011

El edificio amarillo de la Rambla


En la Rambla de Badalona es muy popular una edificación que, en el mismo paseo con Sant Jaume, se alza con un estridente amarillo fosforito en la fachada. Conozco a gente que siempre que pasa por delante se detiene y frunce el ceño. “¿Por qué diablos estará pintada esta casa de fosforito?” Se lo interrogan en voz alta, baja, con indignación o risa. Pues bien: yo, ahora, puedo decir que lo sé. Bien: saber no es exactamente el verbo, pues la historia me fue contada por un irrisorio ebrio de noche larga. Me lo explicó fervorosamente, en el Paseo Marítimo, es decir, justo delante de la Rambla y en el mismísimo frente del edificio en cuestión. La gente, por la noche, ya no habla de literatura  y sueños. ¡Ahora se la inventa y los conforma! El caso es que en la casa amarilla de la Rambla reside una pareja masculina de deficientes mentales. Oligofrénicos es, probablemente, un término más hermoso. Pero dejémoslo en retrasados mentales. Por lo visto –según la voz del ebrio- existe una necesidad y relación básicas entre la práctica del ejercicio físico y la desenvoltura y lucidez mental. (Esto, como mínimo, se lo ha oído a un psicólogo). Así, aprovechan que su residencia se halla a escasos metros de la arena de la playa para salir a caminar cada tarde unos cuantos kilómetros a la orilla del mar. Una vez -he aquí el problema- los retrasados mentales se untaron de crema espesa la cara y la espalda y se armaron un triste bañador rosa floral. Iniciaron el recorrido dirección Barcelona: pasaron por la representativa tritorre de Sant Adrià, cruzaron la playa Marina y llegaron a la Barceloneta. El sol se empezaba a poner. Y decidieron dar media vuelta. Los dos retrasados aparecieron al día siguiente en la playa de Mataró. ¿Por qué diablos…? Pues porque no supieron distinguir su casa. La arena es arena en todas partes, y tiene el mismo tacto a la planta de los pies; es un uniforme y monocolor. Los retrasados mentales pasaron por delante de su casa una vez tras otra, pero no supieron que era  allí dónde vivían. Y caminaron hasta el amanecer. ¿Solución? “Pintémosles la casa de un color fácilmente reconocible: amarillo fosforito, de modo que, desde la playa o desde el Aeropuerto del Prat, puedan distinguirla sin problemas.” Y, por ello, un edificio de grandes dimensiones se alza en el centro de la Rambla con tan espantoso color.
Que el color elegido fuera el fosforito va más allá de la fluorescencia icónica y la atención que produce el color amarillo. Existe una gran relación entre los colores y, por ejemplo, el estado de ánimo de las personas. (Esto vuelve a ser cosa de psicólogos…). Curiosamente, el amarillo se acostumbra a anexar a la alegría, a la fuerza muscular, a la inteligencia. Es todo simbolismo: el verde es esperanza; el rojo, pasión; el mar es azul y el cielo, también, y significa profundidad y tranquilidad. Etcétera. Vivimos envueltos de simbología y reducción. Somos una sociedad asociativa y minimizada: nos gusta ver muchos € y $ en nuestra cartilla bancaria; medimos la temperatura a través de ºC y ºF; la tempestades son lilas; con el ámbar  no sabemos si parar o acelerar;   y si creamos arte no podemos olvidar la ®. El color amarillo en el teatro es pájaro de mal agüero porque Molière murió representando a Argan, el Enfermo imaginario, su última obra. Y, precisamente, iba vestido de amarillo. El azulgrana es el color de los campeones. Y el negro representa la noche y  la muerte.
Parecen pequeñas cosas, pero son importantes. Cuando Coca-Cola cambió su color rojo por el verde arlequín, se produjo una debacle económica indescriptible. Por desgracia, rectificaron a tiempo. Corregir es de sabios, dicen… Al menos, Coca-Cola no esconde sus imperiosas voluntades colonialistas y dictatoriales. A mí se me ocurre que si la SGAE se aplicara el cuento, si fuera sincera y sabia, también rectificaría. Debería cambiar el orden de sus siglas. SGEA: Sociedad General de Edificios Amarillos. Seguirían robando, pero al menos lo harían en su propia casa.

2 de julio de 2011

La mujer que muere por no haber muerto

La historia es curiosa. Ocurrió el pasado jueves, a orillas del río Volga. Una mujer de cuarenta y nueve años falleció. ¿Pero tiene esto algo de curioso?, ¿algo en especial?, ¿acaso no fallecen miles de personas en Europa, Asia o América cada hora? Por supuesto que sí. Y, sin embargo, la muerte de Fagilyu Mukhametzyanov –este era el nombre de la señora- está por encima de todas las demás. ¿Por qué? Porque Fagilyu Mukhametzyanov ya estaba muerta cuando murió. La buena mujer fue declarada extinta por el médico forense del Hospital Central de Kazan el miércoles 29 de junio. Hora: 20.32 minutos de la tarde. Fuentes informativas aseguran que el Doctor cuyo nombre desconozco se puso en contacto con el marido de la fallecida para anunciarle la terrible noticia. Me lo imagino: <Mariano, siento comunicarte que tu mujer se encuentra exánime. Ha muerto, Mariano>. El aciago viudo, zalamero donde los haya, lloró incesantemente en su dormitorio. En la almohada todavía restaba la vaporosa fragancia de menta y citronela con que su querida esposa se rociaba cada mañana antes de ir a la oficina. Mariano cogió la almohada y hundió su cara en ella. Era como si la acariciara todavía. Destrozado y valiente, inició los trámites de sepelio. Tuvo que proceder a la vieja tradición occidental que empeñamos en mantener: regocijarse en el dolor, mostrarlo, llamar a los familiares, contratar el coche fúnebre, alquilar la mortuoria caseta del tanatorio, charlar con el incinerador y con un maquillador –de L’Oreal, por supuesto… Al fin era viernes, y todo estaba preparado. Incluso el doctor forense le dio el pésame con un ligero toquecito en el  hombro. Hermanos, primos e hijos se congregaron en reunión familiar para dar el último adiós. Despedirían a tía Fagilyu tal y como ella vivió: bondadosa, prudente, generosamente. Comieron canapés y rezaron por su alma. Y fue entonces, tal vez por el tenue y fúnebre tono de la oración, tal vez por la prez fervorosa con que suplicaron sus amigos el glorioso abrazo de Dios, o simplemente por la prosodia concurrente del tártaro, cuando la mujer despertó súbitamente: <Oh, no. Yo aquí no me muero. ¡Qué hacéis comiendo mis canapés!>. Pero la muerte es ciega y los caminos de de Dios, inescrutables. Y la mujer, que hubo permanecido en un letargo luctuoso y nocturno durante un día y medio, no pudo soportar la estampa. Allí tumbada, en posición supina, en un lecho de madera de robles que es de fácil combustión. Esa cama roja de encierro y tumba. Fue tal el espanto de la mártir, que su corazón no lo pudo soportar. <Volvió a abrir los ojos unos siete segundos; y entonces los cerró de nuevo. Esta vez, para siempre>, comenta Mariano. Él, zalamero, se encuentra ahora en medio de un barrizal de responsabilidades que nadie desearía para sí. ¿Cómo pudo el médico certificar la muerte de un vivo? ¿Cómo pudo ella, si realmente estaba muerta, resucitar? Tal vez se trataba del género femenino del nuevo mesías. Se fundaría una doctrina cuyos feligreses alzarían Iglesios, y rezarían en tártaro y comerían canapés de anchoas y philadelphia para honrar a los muertos.
Fagilyu Mukhametzyanov, mujer con rasgos asiáticos y regordeta, ha muerto y esta vez lo ha hecho para siempre. ¿Pero, sabéis algo todavía más curioso? Kazan es la ciudad donde nació Gala Éluard Dalí, la musa eterna del pintor ampurdanés. Yo me pregunto: si Mukhametzyanov hubiera representado esta macabra escena a eso de los años cuarenta, ¿Salvador Dalí hubiera retomado las alegorías del impresionismo? Me imagino una serie de cuadros –a lo Edvuard Münch-, con el mismo nombre: angustia y muerte, y el rostro aterrado de la Señora Fagilyu Mukhametzyanov, recostada en su propio féretro, con un canapé en el moño de su pelo y un consolador gigante penetrado en su recto, propinando un grito de gran muerte. Los relojes se detuvieron para siempre, deshechos.
Si es que este Dalí… seguirá jugando, por allá, en el cielo.